El hombre había tenido una mujer. Una mujer a
la que había amado — eso decía. Cuándo, cuántos años hacía —
preguntaban los habitué.
No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba
que, una vez, había tenido una mujer. De
ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se
aquerenció en aquel boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza
cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros, o tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata que le daban cierto aire de distinción.
Todas las noches venía al café. Tarde, todas
las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de
pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas,
sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de
ginebra.
De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido.
Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
En la noche furtiva, cuando
los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos
trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la
boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que
lo enloquecían.
¿Quién era ella? Qué pasó
con ella —los otros querían saber.
Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se
perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
Volvía entonces a su obstinado silencio, con
la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando el alcohol lo obnubilaba le habían oído
contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una
noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer
que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la
presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y
entrecierra los ojos —tenía esposa y
tres hijos.
—Todo lo dejé por
ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por
seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me
engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué
salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue
diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia? —todos preguntaban.
—No sé —decía el
hombre—, nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve es aquella, la que maté con mis propias manos. La que
sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de
amar.
Había
llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.
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