Yo siempre quise ser cantor. En
eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro
Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra!
A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto.
Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y
Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz
Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y
porque el tango siempre me tiró.
De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos
tablados: el “Se hizo” y el “Aurora”, muy cerca uno de otro. Cada noche el
camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se
paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre
presentación y retirada, “dragoneábamos” a las chiquilinas que venían con la
madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona
el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi
vida.
Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en
el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina
clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en
una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la
nuca, y apenas se pintaba los labios. Con
María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había
dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.
Ese febrero fuimos novios “de ojito”. Por ella me gasté el sueldo de una
quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace
sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos
primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas,
se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me
pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche
Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto
del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla
entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que,
sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a
aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado,
cantaba poniendo el alma:
“Barrios uruguayos, barrios
de mi vida
hoy vuelvo a cantarles mi
vieja canción.
Barrios uruguayos lindos
barrios nuestros
siempre van prendidos a mi
corazón.”
Como ya les dije, yo quería ser cantor.
Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía...por lo tanto ensayaba en mi
casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo
entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al
maestro:.. “el Cerro, La Teja ,
el Prado y la Unión.. .” Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía
dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro.
Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.
Aquel Carnaval pasó. María Inés, de
uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas
hacia el Colegio San José de la
Providencia , de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para
poder verla andaba a las corridas haciendo
esquives con los horarios de mi trabajo.
Una tarde muy fría, a mediados del invierno,
la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo
cuando entraba a la “Poupée”.
-¿Puedo
hablar con usted?
-No, no.
Ahora no puedo.
-¿Y cuando?
-El
domingo, cuando salga de Misa.
Creí que al domingo lo habían borrado del
almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin
llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que
se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que
pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el
libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo,
le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron
las amigas y me tuve que apartar.
Todavía no me había recuperado del efecto
causado por su contestación, cuando
volví a oír que me decía:
-Hoy voy al
Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me
agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá!
¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la
matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que
hablar con mi papá.
-Bueno.
-dije yo. (Uy, Dio, pensé)
Les diré que María Inés era hija de un señor
que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con
zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa
extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el
jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la
tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de “mi novia” a
pedirle su mano al padre.
Cuando estuve frente a él, que me miraba
desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le
pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas
intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue
cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise
darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con
futuro, y le dije:
-Pero yo
canto. Soy cantor y en cualquier momento...
No me dejó terminar mi exposición, que venía
bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos.
El señor se puso rojo. Se desprendió el
cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando
desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un
cantorcito de tangos!
Como era joven pero no necesariamente
estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé
el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi
corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi
entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso
Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.
Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado
en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres.
Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía
atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al
sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me
vuelve a la realidad:
-Dale,
abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?
(No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón.
¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios
uruguayos, barrios de mi vida
Hoy vuelvo
a cantarles mi vieja canción
Barrios
uruguayos, lindos barrios nuestros
siempre van
prendidos a mi corazón”.
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