La noche es fría y
lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias.
Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que
me acaban de alcanzar. Miro el nombre
del paciente y recuerdo.
Fue un diciembre, unos días
antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa se mudó a una casa de dos plantas rodeada de
un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar aquellos enormes camiones y bajar bultos,
baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los
camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa.
La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo en el jardín que llamó mi atención y comencé
a caminar hacia la casa para ver mejor.
Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de
la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban
los obreros.
Era blanca, de forma
hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura
del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita
al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de
armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y
se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita.
Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me
puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La casita —le dije,
¡mirá la casita que trajeron!
—Vamos para casa
Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?
—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín.
¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno,
ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está
pintada de gris.
—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?
Mi hermano no me
contestó y nos fuimos de la mano para casa.
La familia de los
Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era
un ingeniero que había venido a trabajar en
ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que
viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto,
medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era
delgada y rubia, usaba el cabello
recogido y vestía faldas y preciosas
blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no
deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal
con un bolsillo muy grande donde, si en
alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El
matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos
largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y
Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y
pecoso, que usaba unos pantalones ni
cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes
chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y,
cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres
colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y
una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.
No pegaban en el barrio.
Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o
menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba
llena de preguntas.
-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que
usamos y el mío que no usamos.
-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.
-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo
apellido nos alcanza.
-¿Y a ellos?
-A ellos no les alcanza.
-Mami, ¿por qué teje y
teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque no tiene nada que hacer.
-¿Y usted por qué no teje como ella?
Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia
lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para
reírse.
-Andá a jugar – me dijo entre risas.
Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa
necesitaban una persona para limpiar y
ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora
que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la
casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el
fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus
ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.
Los Magri Piñeyrúa
se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a
vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya
para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada
como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de
campanillas azules.
Cuando se fueron
del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros.
Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven
arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía
con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero
me sonreía y me saludaba.
Una vez, que como
siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que
tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita.
Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la
glorieta. La chica, al verme
observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me
interesaban ni su comida ni ellos.
¡Yo sólo soñaba con
entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!
No se cumplió mi
sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín.
Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta.
A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos
hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta
hoy...
-Doctora, doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso barrio. Hermosa casa.
Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se
encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin
complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos
lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano
agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle
la lengua, acepto su agradecimiento.
Nos volvemos a la
ambulancia. Llueve la nostalgia sobre la ciudad.
Ada Vega, 2004 -
Ada Vega, 2004 -
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