Nos conocimos
un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego
el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con
él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran
sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel.
Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con
la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en
su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra radiante
felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos juramos
que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de
flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad. En los
primeros años de casados vivíamos en un hotelito céntrico cerca de nuestros
empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la
calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome
de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el
final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un barcito
de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada
instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era
una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por
aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los
comercios del Centro, de aquel perdido,
inocente Montevideo. Llegábamos a
nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada
día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie
lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con
los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento
en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y
felices.
No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era
demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la
intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus
ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos trató en vano de minar mi
amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.
Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que
intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió
quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía.
Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté
sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no
se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en
una jugada desesperada puse sobre la
mesa todo lo que tenía para alejarla.
Para que lo olvidara. Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero
no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me
cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco
él se dio cuenta de que estaba dejándome
hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus
ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya
estaba allí. Esperando.
Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos
queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido.
Quise partir también mas, no era mi momento. Desafiante la intrusa
me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y
nuestros hijos dibujados en el viento.
Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos
pinos.
Junto a su nombre, dejé
una flor.
Ada Vega, 2003
Ada Vega, 2003
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