Con Miguelito nos criamos juntos.
Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que
yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga.
Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar
tranquilas. Casi siempre teníamos que
andar cuidándolo para que no fuera a caerse y se lastimara. Los hermanos
varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba
siempre jugando con nosotras. El padre, que estaba empleado en el Frigorífico
Artigas, se llevó a trabajar con él al
mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los
otros dos hermanos, más o menos a la
misma edad, entraron en la
Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar,
era medio vago, ningún trabajo le venía bien.
Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el
hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de
madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos
desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que
cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con
los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era
para Miguelito.
Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo
perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó
de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al
asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte.
Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los
hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.
No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se
podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y
formársele una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo
sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección.
No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro
hacía mucho calor, que se podía quemar
con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se
enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que
era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del
mediodía, a tomar mate con pancongrasa.
El padre de
Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar
que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo
llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.
¡Milico! A los
hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre
que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y
Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito
que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el
uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra
que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se
sentía un alférez de la
Fuerza Aérea.
Le habían dado un
pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que
corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo
ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en
algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el
partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una
hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya
no lo soportaba más.
Y él venía al
barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas,
y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás
desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se
juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el
comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo.
Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se
pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón.
Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia,
una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas.
Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio
con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se
le caía sobre un ojo.
Nadie sabe a ciencia
cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos
malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía,
los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el
procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los
copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la
mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.
Toda La Teja lo lloró: Los muchachos
callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a
pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito
mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara, aquel Miguelito vestido de milico, comiendo
una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en
Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de
defender la Ley y el Orden...”
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