Una vez finalizada su visita a Buenos
Aires, Louis Armstrong llegó a
Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de
recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que
incluyó Argentina, Uruguay, Brasil y
Venezuela.
Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero
no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última actuación de la banda en Montevideo, tuve la
fortuna de conocer a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael
de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto.
Mi padre fue durante muchos años gerente del San Rafael, debido a lo cual yo
pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba
dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con
esa premisa, al terminar las clases en la universidad, ese noviembre viajé hacia Maldonado.
La primera noche de mi estadía, ya
próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado
a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras. Sólo en el bar, una luz agónica se
desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo,
reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra, Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras
secaba su rostro con un pañuelo blanco.
Me sorprendió ver a Louis Armstrong
allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el
Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a
su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano
para que me sentara.
Pese a que mi inglés no era óptimo
entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber
hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos, sólo le hice un par de preguntas. En un
momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños
perdidos y los que le quedaban por
realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz que encontró en Uruguay y la belleza de Punta del Este donde quisiera
—opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático
que yo acepté, pues él sabía que lo
dicho era sólo una quimera.
A
modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de
julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo—
y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue
entonces a vivir con su abuela materna,
de quien llevaba el apellido. Desde los cinco años vivió con su madre y su hermana en la más absoluta pobreza. A los siete años con
tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas.
A los ocho años compró su primer corneta
con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío con quien trabajaba vendiendo baratijas.
Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una
pistola al aire, fue arrestado y recluido hasta los catorce años en un
reformatorio para chicos negros abandonados.
Le pregunté si en su familia existían antecedentes musicales, me contestó
que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música a través de
la corneta, en la banda del
reformatorio.
A
su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de
barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban
los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie
Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías
nocturnas, iba a escucharlo.
El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico
tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace a mediados del siglo XIX.
Satchmo —según me contó—, pasaba horas
observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le
aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le
aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la
trompeta era más adecuado.
Mientras tanto el trompetista Joe Oliver, considerado uno de
los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran
trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar
juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete
años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.
Armtrong
llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que
viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago
contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.
—La
noche previa al viaje a Chicago —continuó recordando—, el viejo trompetista de Storyville, Charlie
Beeker, vino a verme y me trajo su
trompeta de regalo. Volvió a
recomendarme que cambiara la
corneta por la trompeta. Que la trompeta
me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar —me confesó—, porque en sus comienzos no era momento de cambios.
Pero que, en cambio, en esos días se estaban
dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz y que esa revolución tenía que realizarla yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie
—continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de
afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que
lo ha acompañado durante toda su vida.
Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no
podía permitir que ella callara para siempre. Por ella, por amor a su compañera de toda la vida, me pedía que la aceptara.
Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve
silencio continuó.
—Desde
ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo.
Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No
podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.
En 1924
Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a
unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la
corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson
Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como
solista.
En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar
su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años
recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su
trompeta en re bemol.
Aunque fue poco comentado, Satchmo
era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de
los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos
quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.
La
noche se había ido y el sol venía
despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación,
de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.
—¿Qué
es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?
—La
gente no es diferente, porque viva en China,
en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las costumbres, las culturas de cada país. Por lo
demás todos aman, sufren, ríen, lloran.
Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran
discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por
religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan. Asesinan
a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro
dios.
Aquella
noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en Satchmo una personalidad que nadie
imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo
como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos
años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta
mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar
contra las injusticias sociales. Para combatir
esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la
discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos
afroamericanos.
—Yo sé que los honores, abrazos y
manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido al magnetismo de mi trompeta y su seducción.
Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser
pobre.
Llegaba
la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había
dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la
semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una
confesión.
—Hace
muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro trompetista que tocaba blues en un cabaret de
Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de
su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después.
El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a
estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del
jazz.
Se
volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho?
—Qué va
—le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.
No lo
vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo
había soñado.
Me
prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa, a pasar quince días. A partir de ese noviembre
lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de
julio de 1971.
Cuando se lo conté a mi padre, me dijo que lo había soñado.
No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo
conversando conmigo aquella noche de verano
de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó
olvidado sobre la barra del bar.
Ada
Vega, 2010 –
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