I
—Vos no te podes ir así como si no pasara
nada.
—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? Me estás dejando.
—No te estoy dejando. Nos estamos separando
de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para
irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho
tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te
querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o
no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te calentaste
con esa puta que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te
iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí
que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de
hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, qué joder.
Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. Sos
un hijo de puta.
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te
olvidaste?
—No llegamos a nada.
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te
quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no
querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me
querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi
ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas
hablá con el abogado.
—Que se vaya a la mierda el abogado.
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes
mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que
vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa
desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero
tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi
matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro
matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—No me vengas ahora con que encontraste por
ahí lo que no tenías en casa.
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no
quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá
te dejo las llaves.
—Qué hacés. Pará un poco. Estamos hablando,
¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que
hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir.
¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy
embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—Eso no es cierto. Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que
jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él y nunca lo vas a encontrar.
—Es mentira.
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame
esa valija. Afuera está refrescando.
II
El hotel se encontraba en la Avenida 9 de
Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963 era una tarde fría
y tormentosa. Una densa neblina le
daba a la ciudad un aspecto borroso.
Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un
bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto.
La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia
que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar
con alegría.
Como siempre, había reservado la habitación
402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del
hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada
quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se
acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el
centro de la avenida más ancha del mundo.
Siempre le agradó contemplar la vasta avenida
y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y
antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría
en Montevideo en el vapor de la
carrera “Ciudad de Asunción”,
aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense
alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de
horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por
última vez y en la mañana desayunarían juntos.
Delia
era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de
Buenos Aires para trabajar en una escuela de la
capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les
costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con
sede en Argentina, vivía en Uruguay y
estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor
en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su
esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.
Volvió
cargada de bolsos. Decidió no bajar al
comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche
estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado, con mucha ternura, un babero y un par de
zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir
al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como
viajante, en el mismo laboratorio.
De todos modos, esa noche se sentía inquieta,
deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en
Joaquín que a esa hora estaría embarcando.
Para él
no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son
siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana
siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al
comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan
poca gente para el desayuno.
El
aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y
decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. Pronto se
hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de
entretenerse ordenando las compras que había hecho el día anterior.
No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en
aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo. Si Joaquín se habría arrepentido o si tal
vez, llegó tarde al puerto. Pero no, él era muy meticuloso, si algo hubiese sucedido se lo habría comunicado al hotel. Decidió bajar a la recepción para averiguar
si había algún mensaje para ella.
Al
bajar del ascensor observó que varias personas se encontraban reunidas en el hall comentando
algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los
títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba,
el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y
leyó, aterrada, los titulares:
“Terrible
tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera “Ciudad
de Asunción” que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires, debido a la niebla reinante, chocó con el
casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de
la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió
en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas.”
Nunca recordó lo sucedido en las horas siguientes.
Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir,
lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron una concisa información:
Sí,
Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que
no se encuentra entre los sobrevivientes.
Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos
Aires o volverse a Córdoba. Luego, como
un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el
futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a
Buenos Aires.
III
Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida,
amigable, abierta al cielo y rodeada de
mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas, los parques y
plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla, vive sin
apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una
mano.
Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a
conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi
padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó.
Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la
Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta
tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y
de muerte.
Mi madre falleció en el invierno de 1980.
Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez, desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de
Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio de 1963. Soy maestra de niños con capacidades
distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños
ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna
vez volvería a recorrer sus calles.
Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la
ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron
con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de
un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la
escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más
felicidad.
Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que
fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy
prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la
gerencia.
Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que
me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre
una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer:
Sr.
Joaquín Salvo Ramírez - Gerente
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