Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto
antes a la sala de maternidad le trajo, vívido, el recuerdo de su amiga Isabel.
Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un
camino de amistad que las uniría mientras anduviesen por la vida.
Isabel fue la tercera de once
hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las
calles con asfalto de los barrios obreros.
Allí, donde se hacinan las casillas
de lata como protegiéndose unas a otras
de las lluvias, los fríos invernales y
la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con
gurises barrigones jugando en las calles de tierra y perros famélicos echados
al sol.
A su madre,
nacida en pueblito del
interior, la trajo un día un matrimonio
joven, hijos de estancieros, para trabajar en su casa de criadita cuando
aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de
uno de los hijos del matrimonio. De modo que la familia, para evitar el
escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Sólo
por humanidad, le permitieron quedarse en la pieza del fondo, hasta que naciera
el niño. Y una tarde con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su
ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle.
Allí empezó su peregrinación y su
bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata , hacia los barrios
bajos más allá de la bahía. Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven
que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día
descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro
gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje
para enfrentar la situación que ayudó a crear, por lo que, antes de cumplir los
veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.
Después, mientras fue joven, sana y
trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y
ella aceptara. Con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de
formar una familia estable.
Y así fue coleccionando hombres que
pasaron por su cuerpo y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la
secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir
sus veintiséis de vida rodeada de once hijos pero sin hombre.
A la edad en que muchas mujeres
comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de
parir, de amar y ser usada. Harta de
limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un
cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Conciente de que, perdida
su frescura y su juventud y con once
hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.
ll
Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las
idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias
del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se
redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se
anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermanito más
para criar y no se sintió ni triste ni
contenta, porque todo era así en
su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por
primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en
qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.
Se hicieron una casilla de latas y
vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión apurada de la
primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno y que para vivir
alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos
y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el
arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al
soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.
No se sabía muy bien en qué trabajaba el
muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron
preso. Lo caratularon: Robo a mano armada.
Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la
vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre.
Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una
noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a
quedar sola.
Después, de cada amor que conoció
tuvo un hijo. Aunque, hombre con cama
adentro nunca más. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un
hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad
de un compañero que la contuviese. Al fin comprendió que su destino era seguir
sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y
por añadidura con todos sus hijos. Abandonó la peregrina idea de conseguir un
nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos, dedicándose por entero a la crianza de sus
hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.
IIl
Mariana llegó a la sala de maternidad donde
doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz.
Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del
pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama,
mantenía entre las suyas las manos de la muchacha.
A Mariana no le gustó el aspecto del hombre
quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se
acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el
rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en
los últimos tiempos y el padre del niño que
esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros
para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los
dolores que la acuciaban, ensayó su
mejor sonrisa.
lV
Los padres de Mariana pertenecían
a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar
sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a
los mejores colegios religiosos.
En
esas condiciones vino Mariana apenas
cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas
Salesianas. Hecho que la salvó, pobre
niña, de seguir vestida de Santa Teresita única vestimenta que, por una promesa
hecha por su madre a la
Virgen María cuando
ella nació, le fue dada usar.
Por ese motivo anduvo la criatura con un
pañuelo atado en la cabecita y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla.
Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó
su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro.
Para
los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un
tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de
menos de un metro hubiera a su entorno.
De
todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las
monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le
permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando
que la cuota de santos y santas ya estaba
cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la
congregación, no le iba a hacer mucha
gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano.
Fue
así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el
grupo de las más chiquitas con una Hermana muy joven de asistente, que le
enseñó a hacer su cama, a bañarse de
camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.
Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión.
Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve
años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con
los Diplomas de Profesora de Piano, de Francés y el Título de Maestra.
Diplomas
que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido
enviada a estudiar con el fin de
conseguir un buen empleo sino solamente para adquirir cultura.
V
Mariana
se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus
pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al
recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su
profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica en uno de los
mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león, y el joven abogado abrió su estudio en los
altos de un edificio de la
Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de
Montevideo.
El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de
ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en
ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus
relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron
felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle
la esclava de oro y en cada nacimiento
de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el
Día de la Madre ,
en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su
secretaria, quien nunca dejó pasar
fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención.
Sin
embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios
terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias,
Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que
llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.
Una tarde en la Iglesia del Sagrado
Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un
barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo
que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.
Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de
ella. El sacerdote la invitó entonces a
visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio
desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas
conversando apoyadas en la escoba.
Y
después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las
canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado
público. Donde por las calles de tierra
andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de
latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios
apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios.
Si es que Dios existe.
Vl
El padre Antonio le contó a
Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del
lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos
(?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria
hecha por las mismas madres en el
comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para
enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él
entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un
jabón.
Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por
semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos
utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de
la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de
vacunar a los niños.
Fue
maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al
Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de
Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa
consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas
a ella en su hacer y fue su confidente y
consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla
como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y
desaciertos.
Cuando Mariana conoció a Isabel
ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en
la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado
en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres
trabajaban.
Entonces, Isabel, era cocinera de un
restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí
aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la
antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito
propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia , así que
juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando
a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres,
ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel
fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de
todas las mujeres del barrio de las latas.
Vll
Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de
Isabel, Mariana le comunicó al compañero
de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde.
Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de
mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro,
el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que
Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más
parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:
—¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte!
Mariana pensó que por lo menos no era
una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: —No sabés
Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel...
—Ya sé, ya sé, no me digas nada— se excusó Isabel. —No es lo que estás
pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me
había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un
regalo. Lo conocí en el restaurante,
viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me
miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo
nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me
empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no
me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra
noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me
habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes.
Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la
verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le
dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el
hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas
claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos
ahí no más y chau. Pero no, vos sabés
que cuando reaccionó me dijo que qué suerte
tenía yo de tener hijos, que él
no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!
¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con
creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que
estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por
favor. Ante lo cual la amiga le contestó
sin dudar: —¿Qué hijos?, ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra
cosa...!
VIII
A Mariana el aspecto del
compañero de Isabel no la dejó muy
tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas,
la realidad no demoró mucho en darle la
razón. Según se supo después, el
muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en
Europa. Era soltero, no tenía hijos y
sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por
Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos,
tal vez para no comprometerla.
Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para
ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera
terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un
enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a
Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.
Mariana volvió esa misma noche al
hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba.
Se detuvo a la entrada. La niña dormía
en la cuna. Isabel se encontraba sola, sentada en la cama abrazando con sus dos
brazos un ramo de rosas tan grande como ella nunca había visto antes. Estaba hermosa, con
el cabello negro sobre sus hombros, con
un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara.
Emocionada, al verla, Mariana comenzó a
caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que
golpeó fuerte y que jamás olvidaría:
— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un
hombre me regalara rosas...!
Eres única amiga, muy bueno
ResponderEliminarGracias Mónica! por tu lectura y dejar tu comentario. Beso desde Montevideo!!
ResponderEliminar¡Excelente! Gracias Ada, un abrazo.
ResponderEliminarGracias Griselda, beso!
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