Cada tanto en la
noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena
recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de
Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el ROMERÍA
– CAFÉ Y BAR. Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un
mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De
amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.
Allí
escuché narrar cuentos fantásticos
a parroquianos que sabían de qué
hablaban. Anécdotas y alegrías de
Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró
salir Campeón Uruguayo. Donde oí a
hombres mayores, de los que no se podía
dudar, contar historias sobre personajes que
caminaron las mismas empedradas
calles del barrio.
Empecé a ir
al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi
padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a
jugar al fútbol. Cuando lo conocí, el
Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba
desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale
vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi
hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá abandonó sus atardeceres de caña y mostrador
y se encerró en casa. Mi madre me decía
que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se
distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día comenzamos a ir un rato de mañana, antes de almorzar. Creo
que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las
últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi
padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos junto a la caja donde estaba don Julio, que
también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una
mesa junto a la ventana, mientras miraba para afuera y tomaba una
coca.
Después, el tiempo
pasó inmisericordioso.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado.
Nunca más fui al bar. Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me
daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una
costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de
amigos, no tenían razón de ser. Que era
aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en
copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos
tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que” te des una
vueltita un día de éstos, así acompañás
a papá, que anda con ganas de ir un ratito al bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de
acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me
quedaba con él junto al mostrador mientras sus ojos grises buscaban,
sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de
política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había
cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se
habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a
comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el
televisor. A leer el diario. Mi padre
sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando
volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía
en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo
que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del
barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar.
Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron.
Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido.
Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir
en soledad. Quienes, de ex profeso,
despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y
escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en el mundo tal cual es. Donde, juntos,
compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y
el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las
reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura. Materias que no se enseñan en
el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no
supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia
filosofía bohemia de los boliches de barrio,
ya la noche del olvido se había
cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de
nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de
comprar el diario en el quiosco de
Pascale, me crucé con él frente a las ventanas del bar y me dijo:
cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a
morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme sino mucho tiempo después, cuando el Romería bajó
definitivamente la cortina. Hoy sé que
me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía
mi padre, mientras mis hijos jugaran en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero
no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi
padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando
sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos
maúuuuullan un saludo, al vernos pasar.
Entonces nos quedamos un rato junto a la
puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su
soledad.
Rara vez vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a
nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que nos vio una noche.
Pasó junto a nosotros por Montero hacia el
sur, cabizbajo, rodeado de perros. Se
los dije más de una vez —le oímos decir, no abandonen al Romería, si lo
abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…!
Nos quedamos mirando su paso inseguro,
su conocida figura tan lejos del bien y
del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la
oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con
mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería.
Permanecer un poquito allí, junto a sus
cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado lejano. Perdido. Es como detener el
tiempo para volver a vivirlo.
Pero la vida pasa, se va y no vuelve. Y el
Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del
barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas.
Sus ventanas.
Otro
edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas.
Se fue el viejo café, nacido en el arrabal
montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas, de faroles tristes, callecitas
empedradas, de glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes
a media luz.
Como se fue el tranvía 35, el reloj de la curva y la penitenciaría.
Será
por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos
que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un recuerdo.
Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.
Ada Vega, 2012
Ada Vega, 2012
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