Parecía inevitable.
Todos los años en los primeros días de diciembre, antes de terminar las clases
de la escuela, mi madre y mi padre empezaban la misma discusión: dónde íbamos a
pasar las vacaciones. Mamá comenzaba la polémica en cuanto mi padre dejaba
sobre la mesa del comedor todo su equipo de pesca y se concentraba en revisarlo. Era el pie.
Arremetía cautelosa pero tenaz.
—El verano pasado me
prometiste que este año iríamos a Piriápolis.
—Mirá, Laurita, vos
sabés que en Piriápolis se gasta mucho. Mejor vamos a Valizas. Es más barato
para nosotros y más sano para los chiquilines. El agua tiene más yodo y el aire
es más puro.
—Yo me aburro en
Valizas. Sólo hay arena y agua. ¡Y ese viento!
—Podés ir al Chuy y comprar todo lo que
necesites.
—Yo no necesito nada
del Chuy. Tenemos suficientes sábanas y toallas y en la despensa todavía
guardamos aceite y ticholos de hace dos
años.
Imposible. No se ponían de acuerdo. Mi madre insistía en ir a
Piriápolis porque allí pasaron su luna de
miel y el balneario le encantó. Pero por una u otra causa nunca habían vuelto.
—Yo quiero volver a aquel hotelito y pasear
con los chiquilines por donde paseábamos nosotros. ¡Vos me lo prometiste!
Mi padre, entusiasmado
con las cañas y los anzuelos, no le prestaba mucha atención. De todos modos,
cuando mi madre arreciaba con su deseo de revivir aquellos días de luna de
miel, abandonaba por un momento su tarea y con sus brazos le rodeaba la
cintura.
—Mi amor, no necesitamos
ir a Piriápolis para rememorar nuestra luna de miel. La luna de Valizas es
también muy romántica y se refleja como una moneda de plata sobre el negro
manto del océano.
Poeta y pico mi padre.
Cuando había que serlo. Entonces la besaba y, creyendo que ponía fin al debate,
seguía ordenando los anzuelos. Su pasión era veranear en un lugar solitario.
Con todo el mar sólo para él; enfrentando el oleaje que lo golpeaba con furia
como si quisiera echarlo de sus dominios.
Mi madre, en cambio,
prefería hacer sociabilidad. Variar sus conjuntos de ropa y por las noches
salir juntos a cenar y a bailar. Eran los dos polos. Por lo menos para elegir
donde pasar las vacaciones que siempre las determinó mi padre, pues, aunque
todos los años le prometía que las próximas serían en Piriápolis, esas
vacaciones no llegaron nunca. De todos modos, ella insistía:
—Los chiquilines pasarían mejor en Piriápolis.
Hay muchos lugares para visitar, andarían en bicicleta y la playa no es tan
peligrosa.
Y papá hacía cintura:
—Yo no quiero salir
de una ciudad y meterme en otra. Quiero unos días de paz y tranquilidad.
Necesito descansar, Laura. Entendeme.
—¡Pero aquello es más que tranquilo! ¡Es un
desierto de arena agreste y salvaje! ¡Si hasta da la impresión de que en
cualquier momento vamos a estar rodeados de charrúas!
Total, perdido por perdido, un poco de sarcasmo no venía mal.
De más está decir que ese año, como los anteriores, terminamos los cuatro en
Valizas. Pero fue el último. El último verano que pasamos juntos.
Valizas, es una de
las playas más hermosas al este de nuestro país. Agreste, sí, pero con enormes arenales de
arena blanca y fina salpicados de palmeras Butiá, a cuyas orillas ruge el
Océano Atlántico.
En aquellos
años había en el paraje un pequeño pueblito de pescadores con ranchitos de
techo y paredes de paja y tres o cuatro casitas modestas de techo quinchado,
distribuidas aquí y allá entre las dunas. Una de ellas la había hecho mi padre
con unos amigos para, justamente, ir en
vacaciones a pasar unos días. Tenía en aquel entonces un Ford no muy nuevo que
cargaba con algunas cosas personales, sus cañas y sus anzuelos y en las
vacaciones de enero enderezaba rumbo al balneario.
En los primeros
años de casados mamá se quedaba con nosotros, que recién empezamos a ir cuando
cumplimos tres y cuatro años. Creo que fue durante nuestro primer veraneo
cuando supe que Fede y yo éramos un casal. Eso le oí decir a un compañero de papá, la tarde que nos
conoció. Aquellos fueron buenos tiempos.
Un año las
discusiones comenzaron mucho antes. Como a principios de octubre. La discusión
sonaba distinta. Como siempre la que se quejaba era mi madre.
—Vos sos un
sinvergüenza. ¡Con esa mosquita muerta!
—Estás loca, ¿qué
decís? ¿qué te contaron?
—No me contaron
nada. ¡Yo los vi!
—Vos tenés que
estar mal de la cabeza. ¿ Qué viste?
—No te hagas el
inocente, yo te vi con esa mosquita muerta, ¡no soy ciega ni estúpida!
Tampoco esa vez lograron
ponerse de acuerdo. Hasta que un buen día dejaron de discutir. No se hablaron
más. Y una tarde, ya casi al final de la primavera, mi padre cargó sus cosas en
el viejo Ford y se fue con esa “mosquita muerta”.
Nos quedamos sin padre, sin auto y sin vacaciones.
En los años que
siguieron veíamos regularmente a papá que un día, sin más trámite, nos comunicó
que se casaba. No le dijimos nada a mamá: que igual se enteró. Nunca pisamos la
casa de papá. Mientras fuimos chicos él venía a vernos, cuando fuimos más
grandes íbamos nosotros para su cumpleaños y para Navidad, a verlo al Banco
donde trabajaba. También algunas veces fue a esperarnos al liceo, nos llevaba a
comer algo, dábamos una vuelta en el auto y nos dejaba en la puerta de casa.
Después, no recuerdo cuando, ni en qué momento, poco a poco nos dejamos de ver.
Un verano mamá nos
anunció que había reservado alojamiento en un hotelito de Piriápolis, para
pasar juntos las vacaciones de enero. Con nosotros iba también una amiga de
ella. El hotel quedaba a dos cuadras de la rambla. Fueron unas vacaciones
inolvidables. Subimos al Cerro del Toro, al de San Antonio, comimos los famosos
mejillones de Don Pepe, y nos bañamos en las verdes aguas de Piriápolis.
Una tarde salimos
con Fede a pasear en bicicleta junto con unos amigos y en el jardín de una casa,
un poco retirada de la rambla, vimos a papá conversando con su esposa. Ella no
parecía “una mosquita muerta”, era una señora como cualquier señora, con el
físico parecido al de mamá y un rostro agradable. Fede y yo lo comentamos hasta
que estuvimos solos, preocupados porque mamá también los viera alguna de esas
tardes en que salía a pasear con su amiga. Así que desde ese momento las
empezamos a cuidar. Averiguábamos a dónde iban y por qué camino. Hasta que una
tarde, del modo más inesperado, nos cruzamos los cinco por la rambla. La amiga
de mamá estaba en la peluquería y
habíamos salido los tres a tomar un helado.
Yo iba del brazo
de mamá y Fede, que ya la pasaba casi una cabeza de altura, le apoyaba su brazo
sobre los hombros. Mamá hizo una broma y Fede le dio un beso. Justo en ese
momento nos cruzamos con papá y su esposa. Ella, sin advertir nuestra
presencia, siguió caminando. Él se entreparó, abrió la boca para saludar o
decirnos algo, pero no dijo nada. Me miró a mí, a Fede, a mamá. Se le llenaron
los ojos con nuestra imagen. A mí me hubiese gustado saludarlo y hablar con él.
Hasta extendí una mano para tocarlo. Pero al verlo titubear, no me animé. Sólo
le dije: chau. Y seguí caminando. Nunca pude descifrar lo que pasó en aquel
momento por el semblante de mi padre: ¿dolor, asombro, ansiedad, alegría? Nunca
pude descifrarlo, pero me dolió su reacción. Aún me parece verlo en la rambla
con todo aquel mar a su espalda, mirando sorprendido el paso de aquella familia
que un día formó, luego abandonó y veía
pasar a su lado como ante un extraño.
Para mamá el impacto
no fue tan grande. Si bien nunca había dejado de imaginar su regreso, estaba
empezando a convencerse de que él nunca volvería con nosotros. Nos sonrió,
quedó un momento pensativa y luego dijo:
—Al fin papá vino de vacaciones a Piriápolis.
Mientras la tarde
moría en un cielo celeste y rosa de enero, y nos alejábamos caminando por la
rambla, yo pensé en Valizas. En Fede y en mí corriendo por los arenales. En
mamá, con el cabello al viento parada en la orilla mirando el mar. En papá
colocando dos, tres cuatro cañas en hilera, revisando las tanzas, curtido de
sol y arena. Feliz. Siempre los recuerdo bañándose juntos en el mar, abrazados,
o besándose bajo la redonda luna de Valizas, que según mi padre es muy
romántica.
Mamá nunca
volvió a casarse. Estuvo siempre alrededor nuestro. En este momento me mira
distraída, ajena por completo a lo que escribo, sentada frente a la tele. En sus
brazos, cansado de corretear, de ha dormido Darío, mi hijo menor.
En fin, ya
llega enero, es tiempo de empezar los preparativos. En pocos días Fede, su
esposa y sus hijos, yo, mi esposo, mis hijos y mamá, con los autos abarrotados
de cañas, riles y cajas con anzuelos, nos vamos de vacaciones.
¿Qué adónde vamos?
¡ A Valizas!... Dónde, si no
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