Las muchachas que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche después que todos se van y me quedo hasta la madrugada, antes de que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.
Porque no saben que hace muchos años en esta
playa dejé mi mejor sueño. Porque no saben que en estas aguas dejé una noche mi máxima creación. Porque no saben que por
las noches, ella viene a buscarme.
Tenía
veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la
creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a
martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más
profundo de la roca.
Entonces era un estudiante de Bellas Artes seducido por la ciencia de esculpir
la piedra. Fueron felices aquellos años. Había llegado desde un pueblo del
interior lleno de sueños y de proyectos.
Recién llegado
a Montevideo fui a vivir en un altillo,
en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi
taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme.
Por las noches, en la penumbra de aquella
habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con
los antiguos maestros del cincel. En
extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad,
luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo, por el resto de la noche, un maestro más.
Nunca hablé de
mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero
contarles la historia de la sirena.
Una de esas
noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe
a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi
sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas
manos, que me miraba con sus ojos sin luz.
Cautivado por
su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad. Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me
enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil
llegué a soñar en que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los
míos, devolviéndome el amor que yo le entregaba. Pero era sólo un sueño ajeno a
la realidad, que nunca dejé de soñar.
Pasaron los años y me convertí en un escultor
de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de
estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor
eterno y fiel.
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba desapareció.
Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un
edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y
torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de
estudiante quedaron en el recuerdo.
Pero a veces por
las noches, cuando me encuentro solo, siento
renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada. Me siento en
las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.
ResponderEliminarme trasladaste a la Rambla, que lindo!! adoro el Uruguay. Tu relato es tan bonito!! de veras que hiciste una historia de amor que embelesa te felicito querida amiga. Tienes mi estrella"
Gracias Rosamelia, me alegro que te haya gustado. Besos
Eliminar"Que historia de amor y sentimientos imperecederos más bonitos querida amiga Norma...te felicito me gustó mucho leerte. Un abrazo enorme y mi favorito. Las verdaderas historias nunca pueden olvidarse, pasen los años que pasen..."
ResponderEliminarGracias, Pilar, por seguirme. Cariños
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