Eunice y Jaime crecieron juntos en Montevideo en una calle hermosa que baja hacia el mar, entre el Cementerio del Buceo y
Vivían en la misma cuadra, en un
barrio por entonces más despoblado, de casas
arboladas y grandes jardines. Las familias de ambos eran numerosas y
amigas, y los niños acostumbraban a jugar juntos todo el día. Desde que
aprendió a caminar Jaime vivió prendido a las faldas de Eunice. Y para la niña
no comenzaba el día, hasta no verlo atravesar el portón de la entrada de su
casa.
Cuando nació Eunice, cada una de
las abuelas le regaló una cadena de plata con una medalla. Una de ellas, con la
imagen de Jesús mostrando su Sagrado
Corazón y la otra con la imagen de la
Inmaculada , de pie sobre una nube, en su Asunción a los cielos en cuerpo y alma.
Nunca, mientras se amaron, las quitó Eunice de su cuello.
La infancia la pasaron
juntos correteando con los
perros, trepando a los árboles, bajando
a la playa. Fueron juntos a la escuela y
en la adolescencia, perdieron juntos la virginidad. Se amaron desde entonces
bajo el sol y bajo la luna y no existió para ellos otro universo que el de sus
miradas ávidas. El amor los había unido el mismo día en que nacieron. Estaban,
por lo tanto, destinados el uno al otro.
Así lo aceptaron siempre los amigos y las familias de los dos.
Sin embargo un día Jaime se compró una moto, se adosó una
mochila y se fue a recorrer el mundo. Y
Eunice, deshecha en lágrimas, se
compró una botella de un vino rojo y
dulce y se emborrachó decidida a dejarse morir ese mismo día, si fuese posible.
Entre tanto Jaime
cruzaba a la Argentina ,
de la Argentina
al Paraguay, del Paraguay a Bolivia, y
en Bolivia se internó en Brasil y en el Mato Groso estuvo perdido cinco años.
Reapareció en Venezuela, cruzó a Colombia y de allí a Panamá y a la América Central.
Le costó dejar al gran México a su espalda, pero llegando a Matamoros, sobre el
Golfo de México, cruzó el Río Grande y entró en los EE.UU.
Hacía diez años que
andaba viajando. Atravesar los EE.UU. para entrar a Canadá le llevó cinco años más. Vivió dos años en Montreal
y después de visitar Toronto decidió
volver al Uruguay.
Entre la ida y la venida habían pasado algo más de veinte años del día en que aquel motoquero
se fue a recorrer el mundo, cuando llegó una noche en una cuatro por cuatro a una mansión
de José Ignacio, en Punta del Este, donde unos amigos brasileños ofrecían una
recepción.
Mientras tanto Eunice, después de emborracharse con aquel
vino dulce y rojo y llorar amargamente durante días y días, decidió seguir
viviendo porque al fin entendió que tras la tormenta siempre el sol vuelve a
salir. Terminó sus estudios y un día conoció a un joven contador que vivía por
la playa de los Ingleses, que se enamoró de ella y le propuso matrimonio.
Jaime hacía diez años que se había ido. Nunca escribió,
ni nadie supo de su vida. No tenía por qué seguir esperando. Lo más
seguro era pensar que se habría casado mientras andaba de turista por esos
caminos de Dios. De manera que, pese a
no poder olvidar aquel amor juvenil,
aceptó al contador que resultó un hombre de fortuna y un verano se casó
dispuesta a ser feliz.
Eunice conservaba en
su cuello las dos cadenas con las medallas que le regalaran las abuelas el día
que nació. Nunca se las quitó, porque a
Jaime le excitaba el roce de las medallas sobre su rostro y sobre su pecho cada
vez que se amaban. Se las quitó, sin embargo, la misma noche de su boda pues a
su marido, según le dijo, el roce de las
medallas y su tintineo lo desconcentraban.
La noche que Jaime
llegó a la fiesta de José Ignacio se encontraba Eunice, que había concurrido con su marido, conversando con una amiga en uno de los
salones. Jaime la vio en cuanto entró. Se dirigió a ella y sin preámbulo le
preguntó:
—Qué pasó con las cadenas
y las medallas de plata.
Al reconocerlo, Eunice quedó pensando que aquel hombre que la
interpelaba no era el Jaime de su niñez, ni el de su amor primero, ni el que un
día la abandonó. Aquel hombre era un extraño. De todos modos, sintió que su
corazón se regocijaba.
—A mi esposo lo desconcentran —le contestó.
Esa noche no tuvieron oportunidad de reanudar la conversación. Sólo supo Jaime que
ella estaba casada, tenía dos hijos y
era feliz. Ella supo de él que continuaba soltero y sin hijos. Cuando
volvió, Eunice puso la casa patas arriba buscando las benditas cadenas, hasta
que al fin dio con ellas. A la mañana siguiente su marido la encontró
preparando el desayuno con las cadenas al cuello.
—Y esas cadenas —le preguntó. —Son mías —le dijo ella. —¡Pero
son viejas! —se quejó el hombre. —Sí, pero volvieron a estar de moda —contestó y
cambió de tema. Los dos volvieron a encontrarse, un medio día, en una comida
campestre. Jaime, como la vez del reencuentro, la vio al entrar. Eunice lucía sobre su pecho
las cadenas de plata. Fue hacia ella la tomó de una mano y la llevó a un
aparte.
—Necesito hablar contigo —le dijo. Caminaron hasta la cuatro
por cuatro, subieron y desaparecieron
por la ruta. En el cuarto de un hotel reiniciaron aquel amor de la niñez, la
pasión de adolescentes. El amor interrumpido de los veinte años. Jaime volvió
sentir sobre su cara y sobre su pecho el roce de las cadenas de plata, el
tintinear de las medallas que siempre lo excitaron. Él había vuelto y ella
estaba allí. Todo volvería a ser como fue desde un principio. Eunice había sido
solamente suya. Ahora volvería a serlo. Siempre supieron ambos que habían
nacido el uno para el otro.
Eunice vuelve feliz a la fiesta. Se ha quitado
las cadenas del cuello y las a arrojado por la ventanilla de la cuatro por
cuatro. Ha borrado, por fin, de su mente y de su corazón el recuerdo de aquel
amor primero. Este Jaime con quien estuvo no es aquel Jaime de los veinte años que un día la dejó
para ir a recorrer el mundo. Lo que
acaba de vivir es un mal dibujo de un pasado que ya no existe y que,
equivocada, guardaba todavía en un rincón del corazón. La vida en su
trascurrir todo lo altera. Y la memoria no es tan fiel como creemos.
Sentado al extremo del salón, de charla con amigos
está su esposo. Eunice se acerca y sienta
a su lado. El hombre le pasa un brazo
por los hombros y mientras la atrae hacia sí, le pregunta: —No tenías puestas las
cadenas cuando vinimos.
—Sí —le contesta ella—, pero me las quité porque ya pasaron de moda.
—Estás segura de que pasaron de moda. ¿Nunca más te veré encadenada?
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