Ese día un grupo de dieciocho
jóvenes había llegado al departamento de
Treinta y Tres con la intención de conocer la Quebrada de los cuervos
que, ubicada en la zona del arroyo
Yerbal Chico, abarca unas 3.000 hectáreas con paredes de hasta 150 metros de altura en
las que se ha generado una vegetación muy particular propia de los climas
subtropicales.
A pesar de que existe señalización es
conveniente llevar un guía, pues el descenso es muy dificultoso y enmarañado.
Los jóvenes capitalinos decidieron el paseo para el lunes de
esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus que salió de Montevideo en
la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El
día estaba claro y la temperatura agradable por lo que prometía un lindo día de vacaciones.
El paraje es visitado por
habitantes del país y también por extranjeros. Ese día, precisamente, habían
llegado dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un
crucero cuya guía turística incluía una visita a la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor del lugar haciendo de guía, el
grupo de estudiantes comenzó el descenso. Recorrieron un trecho junto al arroyo que corre en el fondo, filmaron, sacaron
fotos y almorzaron sentados bajo las palmeras. A media tarde comenzaron el
ascenso. Guillermo, el esposo de Julia,
subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su
esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había
salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si
pisó mal, si tropezó o sufrió un vahído,
lo cierto fue que cayó de casi 80 metros rodó entre la vegetación y las
piedras que recién lograron detener su cuerpo a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La
retiraron desfallecida hacia el hospital
de Treinta y Tres y de allí con urgencia
a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en
el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó la alegría de todos los turistas que se
fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no
volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba
con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en esas horas
interminables y tristes cuando volvía
del trabajo. Permanecía callada a su lado respetando su tristeza y su
dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba
de Julia culpándose de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella
para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento —decía—, cuando se
adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces
cómo la conoció, cuánto la amó. Que sin
ella, —repetía—, no encontraba motivo
de vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos
más difíciles. y él encontró en ella comprensión y paciencia. De manera que, aunque no el olvido, el duelo fue pasando. Comenzaron
a salir juntos y él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del
accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes amigos.
Guillermo estaba agradecido. Laisa estaba
enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le
pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo —le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su
pensamiento puesto en Julia. Sintiendo que
cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá
junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía,
mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como
una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, abrió
la puerta. No había nadie. No había nada. De todos modos él sentía que no
estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la
biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto en el mapa de Suecia. Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en
su estante. Se sentó en el escritorio
frente a la computadora que se encendió al instante mientras en la pantalla
aparecía la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la
llamó: —Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme?
En ese momento dejó de sentir la presencia
y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día en el escritorio a la espera de una nueva
comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan ilógico lo
sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente. De manera
que no comentó con Laisa la extraña experiencia ocurrida en el escritorio, ella
podía pensar que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos la joven dejó entrever su amor, y pese
a que él seguía enamorado de Julia, aceptó
de buen grado su compañía. De modo que al cabo del tiempo se fue entregando al
arrebato de la joven.
Y de estar juntos
viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche
Laisa logró lo que tanto ansiaba: se
quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión. De todos modos, aunque notó la apatía del muchacho sabía que pronto
cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó por
quedarse primero unos días, para luego instalarse. Como una esposa se encargó de la casa con
excepción del escritorio. No entendía por que,
pero con sólo abrir la puerta sentía una sensación extraña de rechazo.
Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar a Guillermo que pasaba largas horas
trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué nunca pudo pasar de
la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y
registrando indicios que él no lograba descifrar. Lo único que tras mucho pensar creyó sacar en
conclusión, era que Julia intentaba
comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo, se encontraba
algo que ella había perdido y que le urgía recobrar. Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en
Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba
descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco
enorme, un crucero navegando que, por supuesto, no le agregó mucho a su
percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada
de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la
ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella
había perdido algo en la Quebrada y quería que él lo
encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del
accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba
una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento
pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto, se había roto y perdido y no le dio
importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de
encontrarla, pero ¿qué tenían que ver,
Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y
Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde,
llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre
había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía:
Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía. En un español limitado el hombre trataba de
contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de
Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo
siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:
Sr.
Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos
he conseguido su nombre y dirección por
intermedio del Consulado de Suecia en
Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida. Trataré de ser lo más breve posible. Verá,
Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos.
Sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me
perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer la carta y luego véalo. Es una filmación que
hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba
parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un
crucero y la Quebrada
de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todas personas mayores. Ese
crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no
enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento
y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante
usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar
las consecuencias que me generen haber
retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así,
créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes
comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía,
alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la
caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos
personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto.
Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no
lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda
atentamente...
Guillermo colocó el CD y comenzó a mirar la filmación que un
desconocido le enviara tres años después, de aquella tarde trágica. Los
dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada
ladera de la Quebrada
de los Cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos
de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos
conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila, se coloca delante de Julia y la empuja de
frente con fuerza, con sus dos manos,
mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.
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