Hacia la orilla de la
ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando
barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche
insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro
sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la
calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros
recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a
germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se
acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene
su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda.
Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto,
ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a
ella ponerle fin a la historia.
Los primeros rayos
de un sol que se esfuerza entre nubes,
comienza a filtrarse hacia el nuevo día.
Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la
sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres
al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén.
Hoy, como lo hace siempre, se
levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin
cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso
y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su
trabajo. Clara quedó frustrada, anhelando el abrazo del hombre que en los
últimos tiempos le retaceaba.
La pareja tan sólida de ambos había comenzado
a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella
pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad
y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros.
Algo tan grave y sutil como la duda.
Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda
cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores
maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases
entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre
comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos
chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de
ella, pero nunca les prestó demasiada
atención.
Dejó la cocina y se dirigió a
despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el
desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió
sin prisa.
El barrio comenzaba su diario
ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de
muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que
tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un
antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a
quien quería escucharla.
Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la
cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que
entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la
ropa para lavar y encendió la lavadora. Puso
a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras
mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su
atención.
El sol había triunfado al fin y
brillaba sobre un cielo despejado. Las
horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla
del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina.
Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de
los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo
no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de
advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio
se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos
días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó
sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo
que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo era una patraña, una calumnia creada por una mujer envidiosa y
manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No
sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su
dedicación hacia él y hacia los hijos.
Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre. —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por
qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez. Quizás hubiese podido soportar el
enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría
en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no iba a destruirse por habladurías, sin imaginar
siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una
calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está
enterado, pero ayer se acabó su
tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela
le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos
tenía un novio.
Fue el punto final. No más.
Entró en el baño a ducharse y se
demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de
abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos.
Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la
vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos
vecinos que la saludaron: el diariero, el
muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la
vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y
tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la
vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el
día. En ese momento una mujer joven
abandona el negocio y se dirige a su
domicilio situado frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle.
Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque pronto comprende que el asunto es más serio de
lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma
apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La
mujer cayó sin salir de su asombro en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma.
Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor, tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se
puso una campera y guardó la Cédula
de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída
en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el
barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino
corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la
pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola
al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a
buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había
crecido hacia el fondo estirándose en
otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del hijo,
había una cuna con un bebé. Otro
puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida
AdaVega - http://adavega1936.blogspot.com/
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