A José Gervasio Artigas Zabaleta el nombre le pesaba una enormidad. Y le
pesaba por varias razones. En primer lugar, porque era un nombre demasiado
grande para llevarlo sobre su cuerpo menudo. Y le pesaba además y principalmente,
por las bromas que siempre soportó y de las que nunca logró zafar. En sus pagos
de Tacuarembó, los amigos al conversar con él le decían: sí mi general; no mi
general; positivo; negativo; a la orden jefe. Se cuadraban haciendo la venia
cuando él llegaba, y le preguntaban por Ansina o si quedaba algún lugar en las
carretas para acompañarlo de excursión
hasta las costas del Ayuí. Sus coterráneos lo tenían cansado con las
chanzas, así que cuando sus padres decidieron bajar a Montevideo a probar mejor
suerte, si bien no se alegró, pensó que tal vez acá su nombre podría pasar
inadvertido.
José
Gervasio había nacido en un paraje muy pintoresco a doce kilómetros de la
ciudad de Tacuarembó llamado Capón de la Yerba , al costado del camino que va hacia la Gruta de los Helechos, y
aunque se adaptó con facilidad a la capital, siempre llevó en su memoria y en
su corazón, el recuerdo de su pago al que volvería mucho tiempo después.
Cuando vino a vivir a Montevideo tenía trece años. Ese verano lo
anotaron en la Escuela Industrial
para ser tornero.El padre era un gaucho grandote que trabajaba en la
construcción. Andaba de bombacha bataraza y boina de vasco, y usaba una faja
negra alrededor de la cintura. Buenazo el gaucho. Y batllista. Eso sí: hablar
de política con él, mejor no. A los blancos los ignoraba y cuando Zelmar, el
Hugo y otros, fundaron el Frente Amplio, él dijo convencido que eran todos una
manga de locos, y que el Frente no era partido político ni era nada, ¿Desde
cuándo? —decía. ¿Qué invento es ese?¿Quién los va a votar a esos dementes?¿Mire
usted dejar el partido colorado por un experimento sin pie ni cabeza con el que
no van a llegar a ninguna parte…?
Tan patriota, colorado y artiguista era el hombre, que al nacer su único
hijo le tiró con el código y le dio por estigma, más que por apelativo, el
nombre de nuestro prócer, padre de la patria, don José Gervasio Artigas. Nombre
que el muchacho llevó, hay que reconocer, lo mejor que pudo, entre chistes,
guiñadas y codazos de todos quienes llegaron a conocerlo. Los botijas del
barrio, cuando él llegó lo empezamos a llamar Josesito. La madre se puso
furiosa:¡Qué Josesito ni qué cuernos!, nos dijo.
—¡Él se llama José Gervasio Artigas, así
que a lo sumo lo pueden llamar José Gervasio y punto! ¡Qué embromar!
Doña Carlota era una india regordeta, mala como el ají, pero tierna con
su hijo como la malva. De todos modos en el barrio llegamos a un acuerdo. Un
vecino de esos que ponen los apodos al pelo, le empezó a llamar: Artiguitas, y
Artiguitas quedó con el beneplácito de la madre india y el padre
batllista.
Los años pasaron y el chico creció. Se
hizo hombre, se recibió de tornero y comenzó a opinar sobre los problemas
que atravesaba el país. No fue blanco ni
colorado y, ante el desconcierto de su padre, arrancó para la izquierda.
Acaso por esa razón, porque jamás estuvo afiliado a partido alguno ni
actuó en grupos guerrilleros, una noche negra de fines del 81 lo vinieron a buscar y se lo llevaron
encapuchado. Lo tuvieron de plantón y cuando iban a dar comienzo los
“interrogatorios” uno de lo torturadores leyó el nombre en voz alta: José
Gervasio Artigas, dijo. —¡A la puta! Contestó el otro y quedó tieso con la
picana en la mano.
Contaron después los susodichos, jurando con los dedos en cruz, que en
ese mismo momento, de la pared sucia de sangre y orines, surgió la
impresionante figura del Jefe de los Orientales, de botas y uniforme de
General, como una visión fantástica venida del otro mundo y que, plantándose
ante los verdugos les dijo: “Ya es tiempo de que vayan terminando esta guerra
despareja”. Dicho lo cual, después de atravesarlos con su mirada de águila,
como llegó se fue, esfumándose por la pared como un espectro.
Los militares, que tardaron en reaccionar, no tocaron a Artiguitas y
aunque hasta el día de hoy siguen jurando que vieron al General Artigas en
persona y que se fue por la pared, a los dos pasaron al calabozo como chicharras de un ala.
De todos modos, por extraña coincidencia, esa misma noche comenzaron las
tratativas entre civiles y militares que lograron, tiempo después, ponerle fin
a aquellos años de ignominia.
Artiguitas, por las dudas y por si
acaso, quedó suelto y absuelto. Esa noche lo sacaron encapuchado del cuartel y
así lo dejaron por el Camino de la Redención.
Y hay quienes afirman que el alto mando, poniendo en duda la
historia de la aparición del Jefe de lo Orientales, aceptó que Artiguitas no
era sedicioso, y tal vez temiendo represalias de ultra tumba decidió que no era
bueno un enfrentamiento con espíritus que atraviesan paredes de bloque vestidos
de General de la patria.
Fue así como José Gervasio Artigas Zabaleta se salvó de la tortura que
sufrieron cientos de uruguayos. Desde
entonces Artiguitas le agradeció a su padre el nombre que le asignara ante la
pila bautismal de Tacuarembó. Nombre que llevaría con orgullo hasta el día de
su muerte, acaecida muchos años después en su lugar de “Capón de la Yerba ”.
Pasada la dictadura Artiguitas se casó y se quedó a vivir en el barrio.
Lo que sucedió aquella noche en un cuartel de Montevideo fue creído por algunos
y puesto en duda por otros. Como siempre pasa. Hasta que hace unos años cansado
de vivir en la capital decidió volver a su pueblo. Y cuentan los que estaban
que un atardecer a principios de aquel invierno, vieron venir por el Camino de
los Helechos al General José Gervasio Artigas cabalgando en su moro. La noche
avanzaba como un ejército de sombras rodeando al Protector de los Pueblos
Libres. Dicen que Artiguitas supo, no más al verlo, que venía en su busca.
Dicen que no quiso esperar, que salió a su encuentro, sin poncho y de
alpargatas, sin facón y sin divisa y que al pasar el General se fue con él.
Genial!! Muy ameno!! Gracias Ada, un beso.
ResponderEliminarGracias Griselda! Beso
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