Como
esos últimos días de invierno se venían presentando cálidos y
soleados, con mi esposo decidimos ir ese fin de semana hasta la cabaña que
teníamos en Cuchilla Alta. Era una cabaña de madera y techo quinchado
emplazada sobre la barranca, junto a la arena de la playa.
A pesar de que la usábamos solamente en los
meses de verano, cuando nos instalábamos allá, durante el resto del año
solíamos darnos una vuelta para comprobar si necesitaba pintura, reparar la
madera o hacerle algún arreglo, a fin de dejarla en condiciones para la próxima
temporada.
En aquella oportunidad
teníamos pensado viajar el próximo sábado, de mañana temprano, para
volver en las últimas horas de la tarde del domingo siguiente. Nuestro
hijo Carlitos, que tenía entonces ocho años, iba con nosotros. Era, aquel, un
paseo de rutina que, como dije, hacíamos todos los años un par de veces
durante los meses fríos.
Pues bien el viernes de esa semana,
no sé por qué, decidí por mi cuenta que ese sábado no iríamos a
Cuchilla Alta. Desayunábamos los tres en
la cocina:
— ¿Cómo que no vamos? dijo
Lautaro. ¿Por qué?
— No tengo ganas de
ir este fin de semana, contesté yo.
—¿Pasa algo? ¿Te sentís mal?, quiso saber mi
marido.
—No, no. Sólo que
preferiría que lo dejáramos para el próximo fin de semana, contesté yo con
firmeza. Mi esposo me miraba esperando otro tipo de explicación. Algo más
sustentable. Teníamos todo pronto para realizar el viaje y no entendía
el real motivo por el cual a mí se me había ocurrido cancelarlo.
Yo, debo aclarar, tampoco tenía una razón valedera en la cual apoyar mi
decisión. Sin embargo, cuanto más hablábamos más firme y decidida me
sentía de renunciar al paseo previsto.
Lautaro, al principio, dijo que me dejara
de caprichos. Que hacía días habíamos decidido pasar el fin de semana en la
cabaña y que de pronto, sobre la fecha, sin ningún motivo, a mí se me ocurría
que no debíamos ir. Porque sí, de caprichosa no más, dijo enojado.
Hablamos. Subimos el tono. Discutimos.
Discutimos. Y al final mi marido, para dar por terminada la polémica, dijo:
está bien. Si no querés ir, no vayas. Yo me voy con Carlitos y en lugar
de volver el domingo de tarde, como habíamos dicho, volvemos el domingo al
medio día.
Tuve que aceptar, pues, aunque no era
exactamente lo que yo pretendía encontré, en el acuerdo que proponía mi marido,
cierta conformidad. En realidad, yo pretendía suspender la salida para los
tres. No me atraía la idea de quedarme en casa y que ellos se fueran
solos, pero el fin de semana estaba anunciado muy buen tiempo, ellos
estaban acostumbrados a salir juntos en el auto y yo realmente no quería
viajar.
Al principio, no muy convencida,
acepté la propuesta de Lautaro. Después, le volví a insistir
para que se quedaran. Pero ya mi marido no quiso discutir más. El sábado
temprano, como estaba resuelto, se fueron los dos. Yo aproveché
entonces para ordenar un poco los placares, preparé algo rápido para
almorzar y me dediqué esa tarde a hornear, para esperarlos el domingo, una
torta de frutillas que a ellos les encantaba.
Habíamos acordado, anteriormente, que en
cuanto llegaran me llamarían por teléfono. Y así lo hicieron al llegar, esa
noche y también en la mañana del domingo antes de salir para Montevideo.
El domingo amaneció soleado y limpio de
nubes. Me levanté temprano y compré un asado para hacerlo al horno,
por si llegaban para la hora del almuerzo. Pasó el medio día y no
llegaron como prometieron. Pensé que al volver se habrían bajado a comer en
alguna parte. De tarde llegó a casa un policía.
Me
habló de un accidente protagonizado en la ruta. Con un camión, le oí decir. Yo
miraba al uniformado sin entender de qué hablaba. Al chofer se le rompió la
dirección. Las palabras del agente danzaban ante mí. Los chocaron de frente. En
una danza macabra. No logré oír todo lo que me decía. Las palabras iban y
venían. Aturdiéndome a veces. Sin sonido otras. Antes de retirarse me entregó
un cedulón: debía presentarme, a la brevedad, en la morgue.
No
sé cuanto tiempo permanecí estática estrujando en mis manos aquel comunicado.
Mi mente había dejado de funcionar. Un grito desgarrante, brotado de mis
entrañas, me trajo nuevamente a la realidad.
Recién
comprendí mi rechazo a realizar aquel viaje. Había sido una premonición. Un
presagio. Y no me di cuenta. Algo o alguien intentaban avisarme sobre un
eminente peligro si ese sábado salíamos hacia la ruta. Yo no entendí, no alcancé
a comprender el augurio y permití que se fueran. Los había dejado solos ante la
muerte. Si no había logrado convencerlos de renunciar al viaje,
tendría que haberlos acompañado. Y no lo hice. Tendría que haber estado con
ellos. Y no estuve.
A
la mañana siguiente fuimos todos al cementerio.
Al
volver les pedí a mis amigos y a mis vecinos que se fueran y me dejaran sola.
Por favor. Recorrí las habitaciones. Cerré las ventanas. Corrí las cortinas.
Apagué las luces. Y esa misma tarde me fui. Dejé atrás todos mis sueños y mis
fracasos acumulados. Los rencores que alguna vez tuve y el sufrimiento que no
pude resistir.
Abandoné
mi casa y caminé sola, vacía de sentimientos, hacia un sol que en el horizonte
comenzaba a morir, imperturbable.
Caminé
por viejas veredas ensombrecidas. Y al atardecer llegué al río que me
observaba, sin creer aún, desde su pasividad.
Atravesé
la arena, me interné en sus aguas y no volví nunca, nunca más.
Me
estiré en la cama, con los ojos aún cerrados oí la respiración pausada y
tranquila de Lautaro, que dormía a mi lado. Una angustia atroz me oprimía el
pecho. Y lloré, lloré sobre mi almohada hasta que el llanto calmó mi congoja,
calmó el dolor de aquel sueño, de aquella pesadilla horrenda. Y di gracias a
Dios, porque sólo había sido un sueño. Solamente un mal sueño.
Era
domingo de mañana. Un domingo soleado de fines de invierno. Miré el reloj y
comencé a levantarme. Llamé a mi marido:
-
¡Vamos Lautaro, levántate! Ayúdame en la cocina mientras voy haciendo el tuco
para los tallarines. ¡Vamos, que hoy es domingo y sabes que viene
Carlitos con su mujer y los niños! Dale, vamos, levántate que el
día está lindísimo.
Nunca
le comenté a mi esposo el sueño que tuve. La cabaña la vendimos hace muchos
años. De todos modos, aquel viernes que, en realidad, discutimos tanto por el
viaje a Cuchilla Alta, Lautaro decidió al fin complacerme y ese fin
de semana los tres nos quedamos en casa.
Me pregunto qué habría pasado, si no hubiésemos desistido de realizar el viaje.
Me pregunto qué habría pasado, si no hubiésemos desistido de realizar el viaje.
Ada Vega - 2004
Hermoso!!!! Gracias
ResponderEliminarGracias por tu lectura y comentario, María Esther!
ResponderEliminarCapturo mi atencion hasta la ultima palabras, buenisimo!
ResponderEliminarGracias,Unknown! Saludos.
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