Eulalia era una niña negra nacida
esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira
Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo
Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de
esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder.
La niña desde su nacimiento había vivido junto a su madre, en las
barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió
vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte
de Bahía.
Eulalia,
entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía
la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la
casa, la niña gozaba de ciertos privilegios, a saber: el de permitirle
dormir en una despensa cerca de la cocina, donde se guardaban el
charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina. De todos
modos nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su
madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida.
Los años fueron
pasando y a sus catorce años poseía la belleza innata de su raza. De piel
renegrida y mota preta, un cuerpo estilizado y elástico, los ojos como dos
carbones, y la boca grande y voluptuosa.
El
viejo coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña.
Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de
que Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de
su esposa lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no
demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus fazendas,
en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. Eulalia, ante
tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel,
un hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella.
Viajó pues
hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados
todos en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres
fuertemente armados. Brasil vivía en esos momentos levantamientos y guerrillas
continuas que asolaban de norte a sur y de este a oeste, todo su
territorio. En la nueva fazenda la joven perdió todos los privilegios que
tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en
la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando
planes de fuga. Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense,
Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una
tarde por el cafetal de Minas Gerais. Comentaban ellos que en el pequeño país,
al sur del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues
había sido abolida hacía más de veinte años. De modo que, cuando el
amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena
sólo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los
negros eran libertos.
En
esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo
o en carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y
llevando cueros. Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo.
Calculó,
guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie
y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo
aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera
y dejar allí a su hijo. Estaba segura que alguien lo recogería. Planeó todo con
anticipación.
Para no
extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía.
Eulalia no parió
un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella,
negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta
recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin
ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida
guiada solamente por el deseo de libertad.
Haría lo que fuese necesario para
que la niña creciera libre.
Una noche de verano de 1865,
ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda. Lleva en
sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién nacida. Sabe que
cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres
y perros. La joven no teme,
corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras evitando
los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada
por el Río Negro continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el
cielo falta la luna. Sólo las estrellas iluminan.
Un silencio, que
asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del
río, que va en su misma dirección, la guía con certeza. Exhausta y bañada
en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra
en las aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en
el agua fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se
deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche
materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos.
La niña se ha
dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera.
A poco, oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los
perros que la olfatean.
Uno de ellos, el
más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo
pierden de vista el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos
metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a
avanzarle. Al advertir su presencia la joven, vuelve a correr con la hija en
brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a
los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra
uruguaya
De pronto, el espíritu
del río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo
coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la
arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en
ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda abandonando la persecución.
Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de
perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos
ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo. Decidida trata de
calmarla y redobla el esfuerzo.
Es joven y
fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Sólo cuenta con su
corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas.
En su mente se
agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen.
En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre.
Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos fustigados por los
hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega.
Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia. Sigue corriendo en la tierra de los
orientales.
Al grito de los
hombres los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de la
Línea Divisoria.
Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados
mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las
balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de
cansancio o de muerte La noche del Uruguay la cubre con su silencio
Los hombres que
la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su
busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran
muerto, días después, a orillas del río Negro enredado en una rama de
coronilla con la garganta desgarrada.
El sol de la
aurora despunta sobre el campo oriental.
Junto a una barranca, debajo de un
ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero,
encuentran a Eulalia.
Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en
su seno.
Extraído de la novela: "Detrás de los ojos de la mama vieja" de AdaVega
Extraído de la novela: "Detrás de los ojos de la mama vieja" de AdaVega
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